Publicamos en extenso, el excelente reportaje
realizado por el periódico peruano “El Comercio” en honor a los 103 años de
Nicanor Parra. (www.elcomercio.pe )
FELIZ CUMPLEAÑOS NICANOR!!!
Aunque rehúye de las cámaras y las entrevistas, y
vive atrincherado en su casa de Las Cruces —en el litoral central de Chile—,
desde hace al menos una década Nicanor Parra se ha convertido en una estrella
de rock. “Es una especie de patrimonio en constante provocación, que ha hecho
de su apellido uno noble. ‘Parra’ es el único apellido noble chileno, y la
gente lo siente así. Son los presidentes de la República quienes lo van a ver a
él, y no al revés”, dice Matías Rivas, escritor y director de publicaciones UDP
(Universidad Diego Portales), quien, desde el 2004, se encarga de editar las
obras del antipoeta chileno.
El 5 de setiembre, Parra —un hombre de mechas
blancas, mirada chispeante y lengua mordaz, que suele poner a prueba a su
interlocutor, como se constata al tenerlo enfrente— cumple 103 años. Su nueva
edad lo encuentra fiel a las rutinas que, según él, le han permitido vivir
tanto tiempo: una dosis de ácido ascórbico por la mañana y una siesta por la
tarde. Sobre el regazo siempre apoya un cuaderno en el que anota sus
impresiones sobre el mundo. También lee el diario y libros antiguos en los que
encuentra palabras que le disparan ideas o le sorprenden. Está medio sordo,
pero con la mente despierta y la actitud insolente con que sacudió las letras
latinoamericanas, cuando publicó Poemas y antipoemas en 1954.
Entonces, a contracorriente de la formalidad lírica
imperante, echó mano del humor y el habla cotidiana en sus versos: “El autor no
responde de las molestias que puedan ocasionar sus escritos”, anunció en
“Advertencia al lector”. Poco después, en su conocido poema “Manifiesto”
afirmó: “Los poetas bajaron del Olimpo/ Para nuestros mayores/ La poesía fue un
objeto de lujo/ Pero para nosotros/ Es un artículo de primera necesidad: / No
podemos vivir sin poesía”. Y en otro escrito dijo: “Jóvenes/ Escriban lo que
quieran/[...] En poesía se permite todo...”. De paso, sacó unas cuantas ronchas
en sus colegas más tradicionales.
Ahora ha vuelto a las librerías locales con El
último apaga la luz, un libro que el sello Lumen le confió a Rivas y que, a
partir de fin de año, se publicará en España, Argentina, Perú, Uruguay y
México. Se trata de una obra selecta de 470 páginas, que, a diferencia de otras
antologías, como Obra gruesa (1969), incorpora textos completos: Poemas y
antipoemas, La cueca larga (1958), Hojas de Parra (1985), y obedece, según
Rivas, a un deseo de mostrar al público de habla hispana al Parra estrictamente
literario. El resultado es una compilación realmente apegada a su trabajo y su
estilo, desde el título “parriano”, si bien corresponde a una frase hecha. “Me
interesaba que él aprobara el título, porque conozco sus mañas y les da
importancia a los títulos”, comenta Rivas, quien comenzó su relación con Parra
a principios de este siglo, cuando se le acercó para convencerlo de publicar
una versión del Rey Lear, de Shakespeare —que el poeta había traducido en 1992
para una montaje del Teatro de la Universidad Católica—, con edición de
Alejandro Zambra, y que por su lenguaje acertado y callejero tuvo una gran
aceptación. El escritor argentino Ricardo Piglia dijo, por ejemplo, que le
aseguraría a Parra “un lugar de honor en una Enciclopedia biográfica de
traductores inmortales”.
ARTEFACTOS, VOCES E INFLUENCIAS
Hace mucho
que Parra —físico, matemático, Premio Nacional de Literatura y, más recientemente,
Premio Cervantes— se expresa también a través de sus “artefactos”. Según le
contó al diario El Mercurio en 2004, estos habrían nacido luego de ver un
afiche del pintor Roberto Matta, en que aparecía una mujer desnuda con la
leyenda: “Se ruega tocar”. Son cachivaches poéticos: dibujos combinados con
frases, juegos de palabras, como su famoso epitafio: “Voy y vuelvo”, o la
locución: “La izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas”, o
miniinstalaciones, como “La máquina del tiempo”, con unas cuantas máquinas de
escribir que no usó —escribe a mano—, ubicada debajo de la escalera, en su casa
de Las Cruces, y que han podido verse en las muestras dedicadas a la obra del
poeta en los últimos años.
Según Rivas, su obra visual “da para otro libro”.
Para El último apaga la luz, que contiene poemas que Parra publicó en los
setenta en la revista Manuscritos de la Universidad de Chile —institución en
que se formó y donde dio clases durante más de 50 años—, así como poesías
dispersas que en el libro están agrupadas en un capítulo llamado “Calcetines
huachos”, el editor ‘ordenó’ las diferentes facetas que ha tenido el antipoeta
a lo largo del tiempo. “Descubrí su habilidad para metamorfosearse y algunas
obsesiones”. No se refiere a temas como el amor, la muerte, la política, la
religión o el sexo, que se repiten en su obra, sino, “sobre todo, a las
condiciones reales de la vida. Las voces de personas que hablan por urgencia,
por desesperación; gente que tiene algo que decir, no por mera cháchara. A
Parra le interesan esas personas: los mendigos, los enfermos, los viejos. Él
incorpora a una serie de sujetos marginales de la sociedad, como el
‘energúmeno’ o el predicador. Tiene distintas máscaras. Y creo que dentro de la
poesía latinoamericana cumple ese mismo rol”. Un ejemplo es el personaje de
Sermones y prédicas del Cristo del Elqui (1977) que, en plena dictadura, decía:
“...en Chile no se respetan los derechos humanos/ aquí no existe libertad de
prensa/ aquí mandan los multimillonarios”.
Parra —ganador del Premio Juan Rulfo en 1991— le
dijo a Rivas que, “de algún modo, todo esto lo aprendió de César Vallejo, cuyo
hablante de los Poemas humanos [1939] es un sujeto común, afectado por la
modernidad, un pobre desgraciado. A Parra, siendo muy distinto a él, le
interesa mucho, lo considera un padre literario”. En uno de sus poemas, de
hecho, lo llama el “inconmensurable cholo Vallejo”, si bien repitió más de una
vez que su “maestro de maestros” había sido Kafka. “Parra no escribe a lo loco.
En su obra selecta, que es breve, cada sílaba cuenta, y en eso también se
parece a Vallejo”, opina Rivas. “Ninguno de los dos vomita la poesía como
Neruda. Tienen una conciencia de la economía de las palabras. Eso fue muy
importante cuando en Latinoamérica había un exceso de barroco”.
Al comienzo
de su carrera, otras influencias fueron Walt Whitman y Federico García Lorca —reconoció
haber escrito Cancionero sin nombre (1937) bajo los influjos del poeta
granadino—. Más tarde declararía su proximidad a Ernesto Cardenal, Julio
Cortázar y Carlos Pezoa Véliz; y su gran admiración por Rulfo. En uno de sus
viajes a Estados Unidos —donde estudió Mecánica Avanzada en la Universidad
Brown—, descubriría al argentino Macedonio Fernández, mientras que a
Shakespeare lo “abrazaría” en Oxford, cuando cursaba un doctorado en
Cosmología, que abandonó para sumergirse en las obras de los poetas ingleses.
También habría sido cercano a José María Arguedas, cuando el escritor
andahuaylino vivió en Santiago. Se conocieron en 1962. Arguedas lo recordaría
así: “Mucha ciudad tenía adentro o tiene adentro ese caballero tan mezclado y
nacido en pueblo, el más inteligente de cuantos he conocido en las ciudades”.
Rivas destaca que ambos tenían una idea similar del
indigenismo. “En ese sentido, Parra es un precursor. Todo lo que está pasando
con los mapuches lo tiene en sus registros hace rato. En los ochenta ya hablaba
de ecología. Es capaz de interpretar a gente diversa, y por eso se ha
convertido en un rockstar”. Es “un punk”, que siempre se ha ufanado de su
independencia frente al gobierno de turno y frente a todo. El año pasado, por
ejemplo, se negó con un “a otro Parra con ese hueso” a la petición de la
presidenta Bachelet —quien el 2014 lo visitó para su centenario— de crear un
artefacto para promocionar la reforma de la Constitución de 1980, heredada de
Pinochet. Antes, el 2006, durante una muestra en el Centro Cultural Palacio de
la Moneda, Parra puso una obra, “El pago de Chile”, en la que todos los
presidentes del país colgaban ahorcados.
EN DEFENSA DE VIOLETA Y DE SÍ MISMO
Nacido en San Fabián de Alico, una localidad rural
del sur de Chile —región del Biobío—, Nicanor Segundo Parra Sandoval conoció la
miseria desde la cuna, al igual que sus ocho hermanos —el menor, Caupolicán,
murió cuando era un bebé—, y dos medio hermanas mayores, por parte materna.
Fue el primogénito de un bohemio profesor de
primaria y guitarrista, y de una modesta costurera que cantaba canciones
campesinas. De esa larga prole que andaba sin zapatos —solo Nicanor podía
permitírselos, por ser el primero— y cantaba por monedas en las calles y hasta
en los burdeles, destacarían la indómita Violeta Parra, que fue una niña
enfermiza que escribió su primera canción a los nueve años; y los folcloristas
Roberto —autor de las décimas de La negra Ester, un musical autobiográfico que
el director Andrés Pérez llevó a las tablas en 1988 y se convertiría en la obra
más vista del teatro chileno—, y Eduardo, el “tío Lalo”.
A los 15 años, luego de haberse mudado con su
familia a sitios como Chillán y Lautaro, Nicanor Parra se marchó a Santiago
para ser carabinero. Gracias a la intervención de un profesor y a una Liga de
Estudiantes Pobres, ingresó al Internado Nacional Barros Arana (INBA), donde
más adelante trabajaría como inspector y profesor de Física y Matemáticas.
Mientras se abría caminos en la capital, Parra
ayudaba a su madre económicamente y convenció a Violeta de seguir sus pasos,
cuando murió su padre, en 1932. Instalada en Santiago, Violeta formó un dúo con
su hermana Hilda. Las hermanas Parra —como se hacían llamar— cantaban boleros y
farrucas en bodegones, y también editaron discos con RCA Victor. En 1953,
Violeta emprendió una carrera en solitario, hasta transformarse en la
cantautora más universal de Chile. Fue Nicanor quien la estimuló a encontrar su
propia voz, y hasta le regaló una grabadora Philips que compró en Europa para
su tarea de recopilación folclórica, que le tomó 15 años.
A principios de los sesenta, Parra escribió Defensa
de Violeta Parra, en respuesta al desdén con que el establishment elitista
trataba a su hermana. “Pero los secretarios no te quieren/ Porque tú no te
vistes de payaso/ Porque tú no te compras ni te vendes/ Porque hablas la lengua
de la tierra/ Viola chilensis. ¡Porque tú los aclaras en el acto!”. Ella —de
cuyo nacimiento se cumplen cien años en octubre— decía: “Sin Nicanor, no hay
Violeta Parra”. Mucho después de su suicidio, en 1967, él declararía: “Éramos
como vasos comunicantes”. En el papel no dejó de preguntarse: “Dónde voy a
encontrar otra Violeta”.
No sería el único gran dolor de Parra. A fines de
los setenta se enamoró de Ana María Molinare, una mujer casada que, ocho años
después, se arrojó por una ventana. Desolado, en lugar de matarse él también,
escribió su hermoso poema “El hombre imaginario”, en que todo es imaginario,
menos el dolor.
AMADO Y COMBATIDO
“...Nosotros sostenemos/ Que el poeta no es un
alquimista/ El poeta es un hombre como todos/ Un albañil que construye su
muro:/ Un constructor de puertas y ventanas”, decía Parra, en 1969, año en que
ganó el Premio Nacional de Literatura. Así declaraba que sus versos no eran producto
de la inspiración divina, sino de la construcción de ideas. Entonces le
explicaba a Mario Benedetti, en una entrevista: “La antipoesía es vida en
palabras”. De eso, precisamente, iba su obra literaria, hecha con “el lenguaje
habitual, el lenguaje conversacional”, que estaba “más cargado de vida que el
de los libros, que el lenguaje literario”. Su “revolución” poética fue
combatida. Pablo de Rokha —a quien el antipoeta consideraba el Ezra Pound de
las letras en español y al que le perdonó todo— lo trató de “mistificador
idiota y perverso” en 1956. Otro tanto hizo Gonzalo Rojas, en 1967, cuando lo
atacó en una revista. Por otro lado, Rojas, quien había organizado un congreso
de escritores americanos en 1960, en Concepción, lo puso en contacto con Allen
Ginsberg y Lawrence Ferlinghetti, poetas de la generación beat que serían
claves para la traducción de Parra en los Estados Unidos.
A su edad, Nicanor Parra es fiel a las rutinas que,
según él, le han permitido vivir tanto tiempo: una dosis de ácido ascórbico por
la mañana y una siesta por la tarde.
En estos días, mientras en París se edita la
primera antología de Parra en francés y en Chile, El último apaga la luz, Rivas
dice que el escritor “es fundamental dentro de la poesía chilena. Está al lado
de Neruda y Mistral, junto a los grandes. Y su influencia es gravitante en
poetas como Rodrigo Lira, Claudio Bertoni, Raúl Zurita, ya que su liberación de
la lírica tradicional permitió abrir caminos de experimentación en la poesía
chilena”.
Roberto Bolaño lo supo. “El que es valiente que
siga a Parra”, dijo el 2001, rendido ante su brillantez. Una brillantez que el
poeta espera lo acompañe hasta los 116 años.
"ANTIHIJOS" CON GUITARRA
Parra tiene seis hijos: Catalina, Francisca, Alberto,
Ricardo, Colombina y Juan de Dios, de tres parejas distintas. Colombina ( 47 )
y Juan de Dios ( 45 ), los menores, son los únicos que se dedican a la música.
De rasgos angulosos como el padre y con los ojos azules de su madre, nacieron
cuando el poeta estaba por cumplir 60 años, de una relación con Nury Tuca, una
hippie de ascendencia catalana que leía el tarot y pintaba, a la que Nicanor
doblaba en edad. La pareja se separó cuando Colombina tenía seis años, y él se
hizo cargo de los niños. Crecieron en la casa de La Reina, en las faldas
cordilleranas de Santiago, rodeados por las guitarras de sus tíos y su papá, y
por los objetos e instrumentos de su tía Violeta, que estaban por toda la casa.
También, por las visitas de escritores como Enrique Lihn, que era muy amigo de
su padre.
Parra fue un padre poco convencional: crió a ambos
hijos con lecturas de poesía a la hora del almuerzo y sin imponerles nada,
según cuenta Colombina, que es arquitecta, vocalista y guitarrista del grupo
Los Ex, y está por lanzar su cuarto disco solista. “Tal vez lo que nos inculcó
fue el estudio personal, que si algo te interesa, lo estudias a fondo, sin
tener que tomar clases, necesariamente. Con las bibliotecas siempre tuvo un
lado juguetón”. Colombina, a quien su papá la apoda la “Güiña”, porque según él
es huraña como el felino chileno de ese nombre, dice que la ayuda con ideas
para su música y sus letras. “En realidad, desde niños nos ejercitó, porque nos
hacía participar en lo que hacía. Nos pedía que tacháramos las frases que nos
parecía no le quedaban bien a un poema y respetaba eso. O, si no encontraba una
palabra para cerrar un poema, le preguntaba al ‘Barraco’: ¿Qué palabra pondría
usted acá? Por ejemplo, “inexplicable”, que fue una palabra que tuvo que ver
con la joven inexplicable del poema “El obrero textil”, y que mi hermano le
propuso. Al final, ese poema fue medio autobiográfico: la mujer inexplicable
era Nury, mi mamá”.
NICANOR PARRA RECITANDO "EL HOMBRE
IMAGINARIO" EN EL PRIMER ENCUENTRO INTERNACIONAL DE POETAS EN EL 2001.
Juan de Dios, bautizado así no por las obsesiones
religiosas de Nicanor, sino por un tío que andaba a caballo por los campos,
dice que su papá es la persona más entretenida y estudiosa que conoce. “Cómo
será que, cuando el tío Roberto iba a verlo, decía: ‘Voy a la universidad’”. Su
tío, en cambio, tenía más chispa y le contagió el amor por las cuerdas.
“Barraco”, como lo renombró su papá por los berrinches que hacía —aunque él lo
niega—, tenía cinco años cuando aprendió a tocar la guitarra. Hoy pasa del jazz
guachaca, que inventó su tío Roberto, a las composiciones de Bach como si nada.
Se ha formado al lado de músicos como Robert Fripp, de la banda de rock
progresivo King Crimson, y ha integrado grupos como The Gutiérrez Experience y
Los Trompos.